jueves, 25 de febrero de 2010

Raulina Yagán Yagán - Astrid Fugellie


Raulina yagán yagán

Raulina Yagán Yagán, la última yámana de Tekenica
y de Ukika, poblados de nutrias y sembraderos vecinos
a la crueldad de las redes y el mar, murió un diez
y siete de abril de mil novecientos ochenta y siete.

Raulina Yagán Yagán no dejó más descendencia que
uno que otro tejido a telar, que la infeliz hubo de
aprender para sobrevivir, porque el mínimo empleo
repelió su oficio de entrelazadora de canastos y
canoas en miniatura.

Y así, Raulina Yagán Yagán, la última yámana de

Tekenica y de Ukika subió a los cielos donde Pedro,
en nombre del Dios Padre Todo Poderoso la recibió:
-¿Tu nombre?
-Raulina Yagán Yagán, repuso la indígena con la
cabeza gacha, y luego agregó, Annu lalayala...
-¿Qué dices?, interrogó el Blanco Santo.
-¡Los he dejado!, ¡Ya los he dejado!, ¿Dónde puedo
encontrar a mi padre dios yámana?
-¿Tu dios padre yámana?, ¿Te refieres al dios padre
de los yaganes?, insistió algo desconcertado el bueno
de Pedro.
-¡Sí!, sisí, se esperanzó Raulina Yagán Yagán.
-Murió, Raulina, tu padre dios murió el diez y siete
de abril de mil novecientos ochenta y siete, en la
tarde.

El eclipse - Augusto Monterroso


Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.